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Adicto a los Adictos

EL CIRCULO.

 

 

El ser querido ha sufrido durante el viaje a su infierno; al infierno buscado. Lo hemos visto regresar con las palmas de la derrota y con la bandera del no retorno. Una vez y otra y muchas veces.  Los testigos aplaudimos con el respiro de una definitiva victoria: una y una y otra y otra y muchas. Cada vez con la confianza deparada por la Victoria.  ¡Esta vez si! La palabra del ser querido nos confirma su decisión.

Celebramos el final de una pesadilla.  Días de esperanza y promesas de mejores amaneceres. El final de la desazón.

Poco después, el ser querido regresa a la cenagosa vida del consumo.  Ocasional primero, más frecuente luego y dominante actividad  al pasar las fronteras y los límites inexistentes para el adicto. Las promesas y las ilusiones estrelladas contra la realidad.  Y nos quedamos con la frustración de una nueva derrota. Nos resta la esperanza de un retorno milagroso.  Las jornadas de insomnio prolongadas y la presencia pasiva ante el derrumbe del atrapado sin salida.

La tolerancia, eufemismo de la complicidad, nos convierte en espectadores pasivos del inevitable recorrido del consumo.  La confianza en el ser querido se derrumba, la inseguridad generada se acrecienta, las decisiones radicales se aplazan, la imperiosa necesidad de reaccionar con oportunidad se diluye en explicaciones inútiles.  Nos cobijamos con la esperanza derivada de la palabra del adicto que ofrece abandonar el consumo.  Pedimos fuerza de voluntad cuando lo necesario es buena voluntad; queremos un cambio radical, cuando el abandono del consumo también es un proceso que parte de la decisión del adicto a corregir su rumbo;  damos a las promesas el valor no correspondido con los actos y excusamos los actos con el gesto de solicitar paciencia y optimismo, en la ilusión de las fantasías ofrecidas por el adicto.   

No existen los milagros. No valen las palabras. No son relevantes las promesas.  Los seres allegados caemos en nuestra propia trampa e ignoramos la verdadera dimensión del problema. Incapaces de fijar los límites nos convertimos en el mejor soporte para facilitar el consumo de quien esperamos que lo abandone.

Casi pareciera que los co-adictos dejaremos de serlo cuando el adicto deje de ser consumidor. Un círculo vicioso mal planteado. El adicto, quizás, estaría más dispuesto a considerar la necesidad de abandonar el consumo, si los seres cercanos estuviéramos decididos a romper la cadena de la complacencia y la complicidad con el consumo.  Cuando el mapa de los seres cercanos se libera del juego a que lo somete el adicto, dicen quienes saben, éste tiene mayor posibilidad de reconsiderar la continuidad en el consumo.

Un frente común inflexible,  presta mayor servicio, en la posible motivación de recuperación,  que el débil discurso inoperante  y los actos torpes de los co-adictos.  Y no terminamos por aprender la lección.

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